En el año 1644, la dinastía Qing, procedente de Manchuria, conquista Pekín.
En
China, la dinastía Qing ha sido considerada una dinastía opresora.
Los manchúes impusieron su estilo de peinado y su forma de vestir a
la población china, y la lengua manchú se utilizaba para los
asuntos más importantes en la corte, dominada por la clase dirigente
de origen manchú.
La
dinastía Qing consolidaría la expansión territorial de China,
incorporando al imperio Taiwán, Tíbet, Xinjiang y Mongolia.
A
lo largo del siglo XIX se sucedieron las disputas comerciales con las
potencias occidentales, que dieron lugar a la Primera Guerra del
Opio, que enfrentó a China con el Reino Unido entre 1839 y 1842, y a
la Segunda Guerra del Opio, entre 1856 y 1860, en la que una alianza
franco-británica tomó la ciudad de Cantón. El resultado de estas
guerras fue la firma de los tratados de Nankín y de Tianjin, por los
que el Reino Unido consiguió la soberanía sobre parte del actual
territorio de Hong Kong, además de derechos comerciales y de
navegación para las potencias occidentales.
En
las últimas décadas de la dinastía Qing, bajo el mando de la
poderosa Emperatriz Regente Cixi continuaron los conflictos con las
potencias extranjeras por disputas comerciales. Además, la rivalidad
con Japón por la influencia sobre Corea provocó la guerra
chino-japonesa entre 1894 y 1895. Tras la derrota china en esta
guerra, se firma el Tratado de Shimonoseki, por el que China
reconocía la independencia de Corea, que pasaba a estar bajo
influencia japonesa, y cedía Taiwán a Japón.
La
derrota frente a Japón hizo crecer el desprestigio de la dinastía
Qing. El descontento con el gobierno imperial manchú se manifestó
en la aparición de numerosos movimientos revolucionarios que pedían
la formación de una república.
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